Paseaba esta tarde por calles repletas de árboles, bajo un aire fresco desconocido en estas latitudes y época, cuando escucho el melodioso repiqueteo de un Ipod al caer al suelo.
El corredor paró inmediatamente, si congelado hubiera sido una posibilidad así se hubiera quedado. Parado, paralizado mejor dicho. Era una estampa apesadumbrada, el deportista no se movía.
Por fin optó a inclinarse y recoger con sumo cuidado el reproductor yacente en el desolado suelo.
Lo acarició retirando hasta la más mínima mota de polvo, acarició la pantalla, refregó sin parar.
Lo apaga, vuelve a encenderlo.
Y yo, desde lejos, en mi observador paseo, decido: si se quita los auriculares es que el Ipod ha fenecido.
Sorprendidos nos quedados los dos cuando al encenderlo sigue emitiendo sonidos.
Comienza a correr de nuevo y tan feliz como un chaval estrenando Ipod, digo, reestrenando.